Leyes y reglamentos en un país de corrupciones son el hazmerreir y la tragedia de millones de mexicanos. Iglesias, gobiernos, partidos políticos, instituciones… todos las violan con la misma intensidad con la que dicen defender las leyes y la Constitución.
El sistema político mexicano tiene una doble cara: la de aparador público, que es la de un gobierno democrático, y la que se vive y se siente, que es la de la corrupta anarquía institucional, en la que todo se vale y todo se puede.
Los mexicanos somos hijos del caos. Se nos forma en un mundo de mitos y falsos héroes; de cultura y contracultura; de repudio a nuestras tradiciones y amor a lo extranjero; de gobiernos que albergan ladrones; de iglesias que lucran con el pecado; de partidos políticos fraudulentos; de escuelas y universidades que no educan; de corporaciones policíacas cómplices del crimen organizado; de sindicatos que oprimen a sus agremiados; de empresas que transgreden el orden laboral, y de mil y mil aberraciones más.
Somos, en consecuencia, herederos de la incongruencia y beneficiarios de la contradicción.
Para ejemplo, dos botones de muestra: el atropellado proceso electoral para renovar la Presidencia de México y el Poder Legislativo Federal, y la ira provocada por la reforma eclesiástica —artículo 24 constitucional y otros más— que abre la celebración del culto religioso a realizarse “individual o colectivamente”, “en público o en privado”.
El Instituto Federal Electoral, por un lado, protagoniza una de sus peores etapas al convertirse en un árbitro de la contienda que sobrerregula el proceso electoral, que impone excesivas restricciones y que sanciona, más allá de lo razonable, el actuar de los partidos, candidatos y medios de comunicación.
Prohíbe cuanto tiene a su alcance e impone criterios que han hecho del proceso electoral un espacio en el que los partidos a menudo son multados y los candidatos amonestados, pero que unos y otros violan reiteradamente, adrede o sin proponérselo, la ley.
El IFE tiene la mira puesta en los partidos políticos. Los conmina a respetar tiempos electorales; a evitar incurrir en proselitismo antes de lo que marcan las normas; a no usar publicidad engañosa; a ceñirse a los tiempos en medios electrónicos para la difusión de spots, o a no desarrollar campañas negras.
Sobrerregulado, el proceso electoral se mueve en camisa de fuerza. Todo, desde la mira el IFE, es sancionable.
Sin embargo, en los hechos, partidos y candidatos hacen cuanto quieren.
Atropellan la ley con marrullería y media; evaden impuestos y alientan prácticas viciadas, tesis de auténtica corrupción en los medios de comunicación, que a falta de compra de espacios publicitarios, y en una evidente muestra de falta de ética, presentan propaganda como información, entrevistas a candidatos pagadas sin factura, crónicas de campaña financiadas desde la oscuridad a precio millonario.
Juez inflexible, árbitro de hierro, el IFE ha transitado de su condición de organizador del proceso electoral, a un órgano sancionador, y más que eso, inquisidor, que donde no ve pecado, lo fabrica, mientras a la vista de todos, en tremenda incongruencia, partidos y candidatos hacen de las suyas, infiltrando consejos distritales electorales, promocionando imagen en tiempos no permitidos y ejecutando las prácticas de siempre de compra de voto a través de la entrega de despensas y del uso de programas sociales.
Otro caso de esa doble moral es la reforma eclesiástica, aprobada en la Cámara de Diputados, en septiembre de 2011, y que tiene en sus manos el Senado de la República. Atribuida a la mano del candidato presidencial del PRI, Enrique Peña Nieto, para granjearse los favores del Vaticano, ha desatado la ira de las iglesias contrarias al catolicismo.
Evangélicos y críticos del clero católico han externado que permitir la celebración del culto religioso en espacios públicos, es una violación del Estado laico y una concesión exagerada a la corte de Benedicto XVI.
Su argumento no es consistente. De tiempo atrás, católicos y no católicos, curas y líderes evangélicos, han venido incurrido en el descaro de interpretar la biblia a su manera y, por si algo faltara, lucran políticamente, convertidos en “damas de compañía” de tal o cual candidato.
Dentro y fuera de los templos, católicos y no católicos adoctrinan a favor del político que les ofrece beneficios para sí o para sus iglesias. Envían mensajes “evangelizadores” para inducir el voto a cambio, por supuesto, de un lugar en el cielo y un pasaporte a la vida eterna, de una calle pavimentada o de la casa del pastor embellecida con recursos del erario público.
Que los católicos celebran culto o sesiones de prédica fuera de los templos, es cierto. Pero también lo hacen los evangélicos, ya sea en estadios, salones de eventos y hasta palenques.
La doble moral es de unos y otros, vaticanistas y anticatólicos, partidos y candidatos, IFEs y medios de comunicación.
Esa doble moral, sin embargo, reprime al ciudadano y sus convicciones. Lo sujeta al juego de las instituciones y de los dueños del poder.
En cambio, se desdeña la tolerancia que, aunque dolorosa como a veces suele ser, es real y es el camino por el que debiera transitar la democracia.