Ser perro tiene lo suyo. Los domésticos la gozan, la beben y la derraman. Tienen casa, Pedigrí en croquetas o en trozo, mordedera y hasta veterinario. Eso sí, pegados al amo, a veces mimados y a veces sometidos. Los callejeros, en cambio, tienen vida plena, comiendo cuando hay, durmiendo donde pueden, bien jodidos pero libres.
 
A sus anchas, no les preocupa la vida. No pagan impuestos, no rentan locales. No les preocupan los gasolinazos, si sube el huevo o el pollo. No saben si México gana o pierde la de oro, se lleva la de bronce o regresa con las manos vacías. No pagan colegiaturas ni se preocupan por los uniformes. Si hay calor, buscan la sombra; si les nace, entran a misa, o por lo menos, pasan por la iglesia. Si tienen crías, al principio las cuidan y en cuanto las destetan, se olvidan de ellas.
 
Fregados los hombres que si no trabajan, no comen. Viven aterrados por la carestía y la inseguridad; por la violencia del crimen organizado; por el fraude de Peña Nieto y las locuras poselectorales del Peje; por el antigobierno de Renato y del desgobierno de Duarte; por la migración centroamericana, fundidos los pobres con los Maras; por el hoy lleno de incertidumbre y el mañana de a como sea la voluntad de Dios.
 
La vida de perro, en cambio, es chida. Y más si estoy en Las Choapas, la tierra donde hasta los perros callejeros son impunes.
 
Les digo por qué. Los perros son una plaga. Y cómo no, si se tomaron muy en serio aquello de “creced y multiplicaos” y son ya un titipuchal, miles, en su papel de trotamundos, en manada, buscando la chuleta o el pellejo, algo entre la basura, bajo las mesas de la taquería, en los baldíos, donde sea.
 
No les tengo fobia, como diría mi psicólogo de cabecera, o sea aversión, rechazo o miedo. Lo que sí, es que hambrientos, son un peligro. Y enfermos, más.
 
Son, en términos de los estudiaditos, un problema de salud pública. Han proliferado, aumentando los riesgos para todos, sobre todo si no hay quien los controle, sin saber si han contraído alguna enfermedad, rabia, por ejemplo.
 
Que recuerde, sólo el profesor Juan Diego Ayala, cuando fue alcalde de Las Choapas, bajo la supervisión del regidor Guadalupe Domínguez Ortiz, se preocupó por llevar a cabo un plan sanitario para minimizar el problema, reducir la población canina. Fuera de ellos, a sus sucesores les ha valido.
 
Renato Tronco, Antonio Pouchoulén y nuevamente Renato Tronco dejaron en desuso la perrera municipal, sin un programa de esterilización. El regidor encargado del área de salud, Jaime Espinosa Fuentes, ni siquiera lo considera prioritario y el Centro de Salud le tira la pelota al ayuntamiento.
 
Cuando se realiza el programa de vacunación canina, a los perros callejeros no se les considera. Los animales suelen depositar sus heces en cualquier sitio; el aire las seca y las hace volar hasta los puestos de comida; la misma gente se contamina aspirándolas.
 
La perrera existe pero se carece de una camioneta que la arrastre y se proceda a atrapar a los perros callejeros. La proliferación de ellos es alarmante. Se calcula que existen entre 8 y 10 mil, equivalente a las 8 o 10 mil familias que existen en Las Choapas. Pero esos son los domésticos. Sobre los callejeros no hay control. Son miles y cada día aumentan.
 
Creo que es hora que alguien ponga remedio o que se le exija al minicacique Renato Transa que haga algo. En esta temporada, por las fuertes temperaturas, los perros no vacunados pueden contraer rabia; se vuelven agresivos y una mordida en los humanos puede llevar a la muerte. ([email protected])