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Juan Ciudadano

Los Gobernados

Es indigente y para él no hubo Navidad

28/12/2015 08:43 a.m.

Encontré a un amigo. Es indigente. Él no celebra ni Navidad ni Año Nuevo. No tiene casa, duerme en las calles, come lo que puede, lo que encuentra entre la basura o si alguien se apiada y le da una limosna, se compra un taco. Dejó de ver la vida con alegría y si acaso se conforma con medio vivir.

La verdá, ta’ cañón. Luis era un tipo de mediana inteligencia, nada brillante, simpático, de esos que cuando todos hablan en serio, suelta una puntada y nos hace reír.

Lo vi en secundaria y un semestre de prepa. Después se hundió en el olvido. Le perdimos la pista. Algunos decían partió a Xalapa. Otros, que andaba por el DF.

Como todos, contaba sus sueños. Se veía ingeniero aplanacalles, ingeniero civil, trabajando para el gobierno, pues sostenía que era la forma más segura de asegurar un salario y la comida de la casa, el aguinaldo, tiempo extra, vacaciones, ser parte del sindicato de burócratas y hasta llegar a ser líder.

Uyyy, le decíamos. Ya pintas para cacique, un Rodríguez Almeida, nefastísimo el güey, un controlador de los trabajadores al servicio del Estado, que no da paso sin huarache, sofocándole cualquier bronca al gobierno y a cambio el gobierno le concede lo que pida. Y así el muy caca se ha enriquecido.

“No, ni madres. No soy de esos”, nos refutaba Luis, medio prendido por la ironía, como si fuera la película Intensamente y hubiera entrado en acción Furia. “Ni voy pa’ líder ni sirvo de patiño a quien me paga. Es justo que sea ingeniero y que quiera entrar al gobierno”.

Y en esas estaba, cuando apenas iniciando la prepa, que se nos pierde.

Era hermético. No hablaba de su familia. No nos dijo dónde vivía. Era como un hombre sin historia, sin pasado, con un limitado presente, con un futuro que se reducía a ese sueño de ser ingeniero. Y nada más. ¿Era un fantasma? No la jodan.

Un día dejó de asistir a clases. Se enfermó, pensamos. Se fue de la ciudad, comentaron otros. Al rato vuelve. Quizá agarró una chamba en alguna compañía, de ayudante de albañil, de ayudante de especialista, de ayudante de lo que fuera. O embarazó una chamaca y se peló. Ah pillín. Si lo hiciste, no huyas cobarde.

Y así fuimos dejando de hablar de Luis.

Nuestra vida siguió. Se acabó la prepa. Unos marcharon a Xalapa, otros estudiaron en Coatza, otros al DF. Cada quien su vida, construyendo un futuro, dándole forma al proyecto con que se ha de vivir para siempre.

Como cantaba Alberto Cortez, y así me ganó la ausencia. Y parafraseando Mi Árbol y Yo, aquí ocurrió lo mismo. “Luego fue tiempo de estudios/Con regresos a menudo/Pero con plena conciencia…”.

Se quedaron en el recuerdo los amigos, la chica que nunca me peló, los vecinos y familiares que con los años fueron muriendo. Surgieron nuevas metas, nueva gente, otra forma de ver el mundo, más reposado, más sensato, más prudente, eso a lo que muchos se refieren como madurez y otros le llaman vejez.

Pasaron los años. Andaba yo por Xalapa hace una semana. Ah qué lío con lo de la pensión, chingándose la lana Javier Duarte y no soltándosela a los pensionados. Y claro, que le arman el mega borlote de diciembre. Fue el error de diciembre, pero del gobernador, recordando al de Zedillo cuando devaluó provocando una catástrofe financiera.

Allá vi a Luis, cerca del Callejón del Diamante, a unas cuadras del palacio de gobierno. Qué sorpresa tan cabrona. Andrajoso, maloliente, apenas reconocible, su mente vagando, medio desconectado de la realidad porque por momentos te hablaba lúcido y luego, ¡zas!, cambiando de frecuencia y a kilómetros de la Tierra.

Sentí gacho. Me sentí con una hormiga. Aquel cuate con el que hacíamos sueños, que nos hablaba de su vida futura, que se veía ingeniero, que anhelaba una vida tranquila, su salario, su aguinaldo, sus vacaciones, al amparo de gobierno, era el mismo que tenía yo frente a mí y no era más que un simple indigente.

Le hablé. Lo llamé por su nombre y apenas me reaccionó. Sentí su desconfianza. Le seguí hablando. No me recordó pero sí algunos pasajes de los que le hablé. Fue distante pero no hostil. Pregunté donde pasaba la noche. Miró a la calle, a la banqueta. Donde se puede, me respondió.

Entre la basura extrae la comida. Si alguien le obsequia un taco, lo toma. Se inquieta cuando ve policías, los rehuye, lo asalta el nervio.

Por ahí pasaban los pensionados. Por ahí se veían decenas de policías. Luis se alejó. Como los animales que perciben el peligro, caminó en sentido contrario a los contingentes de uniformados. Y ya no lo volví a ver.

Sentí pesar. Imaginé que para Luis no hay Navidad ni Año Nuevo. Pienso en los miles de indigentes que hay en el mundo, en los que pasan a nuestro lado y los esquivamos, en los que estiran la mano pidiendo una ayuda y se las negamos, en los que andan hambrientos porque no somos capaces de ofrecerles un trozo de pan o un refresco.

Para ellos, como Luis, la Navidad y el Año Nuevo no es triste. Simplemente no existe.

(Comentarios y tips a: [email protected])



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