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Juan Ciudadano

Los Gobernados

Matar sacerdotes en el Veracruz próspero

21/09/2016 04:18 p.m.

​Matar es un pecado cañón. Matar a un niño, a un anciano, a una mujer, peor cuando se mata a una mujer embarazada, es por demás condenable. Y cuando se mata a un sacerdote es doble pecado porque se atenta contra el hombre y contra el representante de Dios.

La de ocho columnas se la vuelve a llevar Veracruz, de nuevo por un hecho de violencia ocurrido en el norte del estado, donde fueron secuestrados y asesinados dos sacerdotes católicos.

Toda la prensa destacó el hecho desde el momento mismo en que se supo que Alejo Nabor Jiménez Suárez y José Alfredo Suárez de la Cruz habían sido levantados en el interior del templo de Nuestra de Señora de Fátima, en Poza Rica, la noche del domingo 18.

En los periódicos, en la radio y la televisión, y también en las redes sociales, el Feis y el Twitter, todos informaban que ambos sacerdotes habían sido objeto de un secuestro, que varios tipos llegaron al templo, se llevaron dos camionetas y generaron un clima de incertidumbre que finalmente tuvo un desenlace trágico.

Al día siguiente encontraron los cuerpos, tendidos en un terreno olvidado, atados con sus estolas de sacerdotes, con huellas visibles de violencia en el cuerpo y con disparos en el rostro y cabeza.

La noticia estremeció tanto a los católicos como a los que no lo son, los que viven su vida dentro de los límites de la moral y la buena conducta y aún entre aquellos que son escépticos a la religión y que incluso niegan una vida más allá de la que se vive en este mundo.

Se volvió noticia nacional y muchos medios del extranjero destacaron este nuevo escándalo que alcanza, por supuesto, al gobernador Javier Duarte de Ochoa, porque no hay día que no haya violencia, no hay día que no haya secuestros, no hay día que no maten a alguien o que los levanten y aparezcan decapitados, como los seis casos ocurridos en Las Choapas.

Pero que vayan por dos sacerdotes, se los lleven y aparezcan asesinados y hasta con el tiro de gracia, eso sí que es para pensar.

El nivel de violencia que vive Veracruz ya es alarmante. Es otro Tamaulipas en sus peores días. Se equipara a lo que ocurre en Sinaloa, en Guerrero o Michoacán. Al paso que va pronto superará al Estado de México en número de secuestros.

La gente comienza a vivir como en la ciudad de México, con rejas en sus casas para que los amigos de lo ajeno no tengan cómo robarles. Algo así como una jaula de oro, muy de oro pero no deja de ser jaula.

Y cuando parecía que habíamos visto todo, ocurre el crimen de los sacerdotes Alejo Nabor Jiménez Suárez y José Alfredo Suárez de la Cruz, que le pega a sus familias, a sus feligreses y a la misma jerarquía católica.

No son los primeros sacerdotes que mueren violentamente en Veracruz pero sí son los que pierden la vida cuando la ola de violencia está en nivel más peligroso, cuando la sociedad se ve desprotegida, cuando las fuerzas del orden están superadas por las acciones de las bandas criminales y no hay una sola señal de que se les pueda enfrentar y vencerlos.

Quizá tampoco sean los últimos en morir así, privados de su libertad, agredidos y asesinados, pero su muerte pareciera ser la gota que derramó el vaso en este Veracruz en el que su principal problema se llama Javier Duarte.

La muerte de un sacerdote, cuando ocurre en las circunstancias que rodean las de los dos ministros católicos de Papantla, trae repercusiones de dimensiones mayores. Se indigna la cúpula eclesiástica y al fijar su posición frente al gobierno, lanza un sutil reclamo que en esos niveles es un reclamo grave que pone contra las cuerdas a cualquier presidente, en este caso Enrique Peña Nieto.

Así como la Iglesia católica y las fuerzas de derecha movieron hace un par de semanas a más de un millón de mexicanos y los hicieron marchar en las principales ciudades del país, así también van a dirigir a quienes hoy se sienten indignados por el asesinato de los sacerdotes de Papantla.

El sentimiento de impotencia, la frustración, el dolor entre quienes los conocían, el agravio a su investidura religiosa, todo ello va conformando un frente que se traducirá en repudio social a quienes debiendo garantizar la seguridad de todo el pueblo, lo han traicionado.

Matar, de por sí, es repudiable en cualquier lugar, en cualquier religión, en cualquier cultura. Matar a quien representa a cientos o miles de feligreses en una región, por las razones que sean, implica una afrenta que los prelados de la iglesia católica sabrán cobrarle al sistema político, y en este caso a Javier Duarte, que debiendo generar las condiciones de seguridad, dejó que el crimen organizado se adueñara de Veracruz.

Cualquier crimen es aborrecible. Lo mismo cuando se mata a un niño que a una mujer, un anciano, gente desvalida, gente minusválida, gente buena, que cuando la muerte llega en forma brutal, decapitándolos o incinerándolos.

Pero cuando se mata a un sacerdote el pecado es doble: se mata al ser humano y se mata al representante de Dios en la Tierra.

(Comentarios y tips a: [email protected])​


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