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Roberto Morales Ayala

Zona Franca

Ejecutados: ¿Sinónimo de culpables?

05/12/2011 08:01 p.m.
Muchos, periodistas o no, suelen aplicar una lógica muy ligera y perversa cuando se habla de los ejecutados que son arrojados a las calles (ríos, arroyos, etc...) de nuestro estado o a lo largo y ancho del país.

Basta solamente que la persona victimada aparezca amordazada para presumir que lo mataron por pertenecer al crimen organizado, peor si lleva un tatuaje en su cuerpo, para que con mirada discriminatoria se afirme que se trata de un sicario o un halcón que pertenecía a uno de los grupos en disputa por la plaza.

Con esa mala idea se secuestra la dignidad de los familiares, ya de por si temerosos por la seguridad de los que quedan y que prefieren guardar un comprensible silencio para no reclamar una investigación justa del agravio a la víctima.

Al sentenciarlos pública y mediáticamente, sin juicio de por medio, como culpables o de estar involucrados en la guerra de las mafias ya sean oficiales o ilegales, se solapa la complicidad de las autoridades judiciales que, con ese cuento, no investigan y justifican su cobardía e ineptitud.
“Es que se trata del crimen organizado y ahí está cabrón”, los he escuchado argumentar.

Un ejemplo que recorrió el mundo es aquel caso del llamado "niño sicario", que en la mente de la sociedad, gracias a los medios de comunicación, quedó como un engendro del mal.
 
El pequeño reveló en sus declaraciones, las que no fueron difundidas en el mismo grado que su exhibición como monstruo social, que ni él era el diablo, como tampoco todas sus víctimas eran culpables.

Edgar Jiménez “El Ponchis” reveló que varios de los que murieron bajo las órdenes del grupo al que servía no eran delincuentes, sino ciudadanos inocentes  "levantados" en las calles al azar para cobrarle a sus jefes, como si se tratara de integrantes del bando contrario.

Su vida robada, su infancia traumática, retrata la tragedia de cientos, quizá miles de jóvenes a los que el sistema social les negó el futuro. Edgar Jiménez Lugo, su nombre, no significó nada. Su alias, su apelativo delincuencial, fue en cambio el que lo lanzó al estrellato del morbo público: El Ponchis.

Jurídicamente es un niño, y de él se dijo que tenía 12 años, bien aprovechados para asaltar, intimidar y ejecutar víctimas en una cátedra de saña y frialdad, armado con lo que fuera, dispuesto a consumar el delito y burlar la ley.

Captado en videos, “El Ponchis” pasó de la clandestinidad a la fama que dan los medios masivos de comunicación. El niño sicario no era tan niño. Tenía 14 años y en su adolescencia contaba no sólo muertes violentas sino víctimas degolladas, cuyo cuerpos arrojaba en terrenos baldíos.

Fue balconeado como el criminal solitario que apenas despertaba a la vida ya tenía tamaños para cercenarle el futuro a los demás, solitario en sus fechorías, ladrón y ejecutor de encomiendas del narco. Presumía en internet de cobrar 3 mil dólares por víctima. “Y cuando no damos con las personas, matamos gente inocente para que nos paguen. No importa si son albañiles, taxistas… Los hacemos pasar por sicarios o ‘mañosos’ ”, decía en la red.

Oficialmente, “El Ponchis” era parte de la organización criminal Cártel del Pacífico Sur, cuyos líderes eran Héctor Beltrán Leyva y Julio de Jesús “El Negro” Radilla, confirmado así en el libro “Los Morros del Narco”, del periodista sinaloense Javier Valdez.

Hace un año, el 3 de diciembre de 2010, Edgar Jiménez “El Ponchis” fue capturado por militares en Cuernavaca. Pretendía volar a Tijuana con sus dos hermanas. De ahí pasaría a San Diego, donde vive su madre.

“Sentía feo”, dijo “El Ponchis” cuando confesó a detalle cómo ultimaba a sus víctimas. Fueron cuatro, no más, dijo el “Niño Sicario”. “Yo nada más los degollo (degüello), pero nunca fuí a colgar a los puentes, nunca”.

“El Ponchis” expresaba en descargo de su malévola fama que era drogado y obligado por el crimen organizado a matar gente, si no el muerto sería él. “Obligar” es la palabra que resume otro aspecto del capítulo de las ejecuciones por parte de los grupos delictivos.

Edgar Jiménez “El Niño Sicario”, mataba por encargo, pero más que eso por miedo a morir. En los espeluznantes relatos que difundieron los medios, dejaba constancia de la participación de una de sus hermanas, de 16 años, la cual presuntamente le ayudaba a desaparecer los cadáveres. Ella y otras mujeres, llamadas “Las Chavelas”, conducían los vehículos en que transportaban los cuerpos sin vida.

La revelación de “El Ponchis” es altamente significativa. Mataban obligados por el crimen organizado y, a su vez, cuando no hallaban a sus víctimas, ejecutaban a “gente inocente para que nos paguen. No importa si son albañiles, taxistas… Los hacemos pasar por sicarios o ‘mañosos’ ”.

Esa mecánica del crimen se observa en cualquier rincón del país. En Sinaloa, de acuerdo con investigaciones oficiales, los 26 ejecutados y calcinados de hace un par de semanas eran jóvenes y de baja condición económica. No hay elementos que hagan presumir que se trata de miembros de la delincuencia organizada.

En Boca de Río, conurbado con el puerto de Veracruz, el hallazgo de 35 cadáveres en la zona turística, a unos metros de donde se realizaría la cumbre de procuradores y presidentes de tribunales superiores de justicia de México, provocó un escándalo, pero también la caída del fiscal del gobierno veracruzano, Reynaldo Escobar Pérez, cuando se aventuró a afirmar que todos los muertos eran miembros del crimen organizado.

Lo dicho era una exageración. Se demostró posteriormente que la mayoría de los muertos, entre ellos mujeres, adolescentes y un policía que previamente habían sido levantados y más tarde ejecutados, no tenían vínculos con la delincuencia. Presentaban huellas de tortura y su deceso había sido provocado por asfixia, otros baleados y con tiro de gracia, e incuso mutilados.

Casi a coro, a partir de la insidiosa afirmación del ex procurador Reynaldo Escobar, los medios de comunicación dieron por hecho que los muertos eran zetas y que se trataba de una vendetta entre bandas del narcotráfico en una disputa por el territorio veracruzano. Luego aparecerían videos en que otro grupo, los autodenominados “Matazetas” reivindicaban el asesinato de las 35 personas.

A la fecha, no se sabe quién fue el autor de la masacre. Lo que sí quedó en el ánimo de la sociedad es que los muertos, en su mayoría inocentes, fueron estigmatizados como miembros del crimen organizado.

Se trata de una problemática compleja. La autoridad, a fin de no ir más allá en las investigaciones, atribuye crímenes violentos a la delincuencia. La prensa, salvo contados casos, se hace eco de la “versión oficial”. Las familias de las víctimas, temerosas de pedir el esclarecimiento de los hechos y que se enjuicie a los responsables, optan por guardar silencio, soportar el agravio y permitir el baño de lodo.

Hoy, preocupa lo que pasa en Las Choapas, Veracruz, municipio que limita con los estados de Chiapas y Tabasco, en donde han sido levantadas familias enteras para quien sabe qué, pero que afortunadamente fueron rescatadas por policías y militares.

Las historias se guardan herméticas.
Ayer, domingo 4 de diciembre, aparecieron siete personas ejecutadas en el puerto de Veracruz. Apenas en septiembre pasado 35 cadáveres fueron arrojados, todos juntos, a menos de 100 metros del centro de convenciones donde procuradores de justicia estatales de todo el país llevarían a cabo una reunión.

En Veracruz pasa y mucho, la tragedia es cotidiana.
En suma, el agravio a un inocente, etiquetándole conducta criminal, es un agravio a su familia y, por añadidura, es un agravio a la sociedad.

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