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Roberto Morales Ayala

Zona Franca

¿Compran el voto? ¿Dónde, dónde?

25/05/2012 11:05 a.m.
Zuleima, casi gritó: “Pues a mí me dicen quién compra el voto y yo se lo vendo”. Más resignada que avergonzada, argumentó: “Una lanita me hace mucha falta; mil pesos son buenos”.
 
Zuleima no es una persona ficticia. Trabaja en el sur de Veracruz. Es madre soltera. Vive con sus padres y semanalmente recibe un salario de casi dos mil pesos. Es una mujer honrada, no tiene vicios. Pese a lo anterior, apenas sobrevive para cubrir los gastos más apremiantes de la vida diaria de ella y de su pequeño, que ya va al kínder.
 
Pero la situación de ella podría decirse que es privilegiada, ya que no es una de los alrededor de cuatro millones de pobres que viven en Veracruz, estado que ocupa el penoso segundo lugar nacional en altos niveles de pobreza. Un mundo de paisanos en pobreza extrema, frecuentemente no tienen ni qué llevarse a la boca.
 
No es fácil convencer a nadie de no recibir dinero, si el hambre y las necesidades aprietan y es tan fácil obtenerlo —aunque sea en tiempos electorales— a cambio de la credencial de elector o de garantizar el voto a favor de fulano o sultano, de candidatos mediocres o de candidatos chatarra.
 
La pobreza es el gran negocio de los políticos y empresarios mexicanos, negocio que encarece todo. Ahí está Ricardo Rocha Salinas, dueño de TV Azteca y de las empresas Elektra, que ofrece todo en “pagos chiquitos”, pero con una monstruosa carga de intereses. ¡Ay de aquel que se retrase!, porque inevitablemente habrá que enfrentar una feroz oleada de terrorismo en su contra, de sus familiares y de sus avales.
 
El que paga manda y si se equivoca vuelve a mandar, reza el adagio. Disfrazado de voluntad popular, el poder obtenido por el fraude electoral se ha convertido en la madre de todas nuestras desgracias.
 
En el sur de Veracruz, como en importantes regiones de la geografía nacional, hay preocupación extrema en los grupos políticos del partido que viento en popa se aprestaba a recuperar el poder de los Pinos y el Congreso. Enrique Peña Nieto, su candidato, se desploma, por más que las encuestas manipuladas traten de darle respiración boca a boca, vida artificial.
 
El escenario “arrasador” que lograron fabricar con la campaña anticipada, desde cuando era Gobernador del Estado de México, gracias al gasto indiscriminado para publicidad en los medios electrónicos y la compra de conciencias para callar a periodistas, ante las múltiples denuncias por abusos a los derechos humanos y la monumental corrupción que se registraba en su gobierno, se esfuma.
 
Peña Nieto y el PRI tienen un problema de credibilidad. A medida que se acerca la elección, pierden adeptos, se radicaliza el rechazo y se vuelve insostenible el proyecto que enarbolan, su oferta electoral. Su única vía es arrebatar la elección.
 
El problema es que el fraude se encarece.
 
En los bunker distritales, y cito a los del 14 –Minatitlán- y 11 –Coatzacoalcos-, donde los candidatos priístas son Noé Hernández González y Joaquín Caballero Rosiñol, ya se truenan los dedos, porque las campañas no levantan y para amarrar votos no son suficientes “de a mil por voto”; necesitarán dos mil o más por inhibir el voto en los muchas zonas donde éste favorece a López Obrador o a Josefina.
 
A estas alturas del partido, la maquinaria priísta es insuficiente para cooptar al electorado. Tampoco es garantía montarse en el efecto Peña Nieto, que se halla en su peor momento.
 
El PRI, hay que recordar, no es un partido democrático. Surge como partido hegemónico, partido de Estado, y su supervivencia radica en la cultura del fraude. De ahí que las cúpulas no elijan sino que designen candidatos y el día de la elección, impongan alcaldes, diputados, senadores, gobernadores o presidentes de la República.
 
Comprar votos entre su ejército de pobres; obtener votos a cambio de despensas y láminas de cartón; disponer del voto corporativo en sindicatos, donde se obliga a los trabajadores eventuales a sufragar por el candidato priísta, sea quien sea, son prácticas que distinguen al PRI.
 
Esta vez, sin embargo, al PRI le está costando una fortuna asegurar el número de votos que le garantice un triunfo el día de la elección. Antes pagaba 200 pesos; luego 500. Ahora ofrece mil y el elector se deja querer. El ciudadano pobre aprendió que su voto vale y, en consecuencia, se cotiza mejor.
 
Es la vendimia cívica, visión grotesca de la democracia. Y es que así es: las elecciones se ganan con votos, al costo que sea.
 
Noé Hernández y Joaquín Caballero, uno en Minatitlán y otro en Coatzacoalcos, como la mayoría de los candidatos en la geografía veracruzana, tienen su clientela, dispuesta a escuchar ofertas.
 
Podríamos imaginarlos: ¡Pase marchante! ¡Mil por voto! ¡Dos mil por no votar!
 

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