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Arturo Reyes Isidoro

Prosa Aprisa

¿Volvemos a la normalidad este lunes?

19/09/2011 08:56 a.m.
Creo que en mucho tiempo, que se puede contar por generaciones, ahora sí, pasados los festejos patrios y el puente que motivó la inactividad oficial, no podemos afirmar que este lunes volvemos a la normalidad. No, simple y sencillamente porque se ha perdido.

Lo ocurrido mueve a reflexión, ahora más que nunca sobre bases sólidas porque están sustentadas en la realidad. Se han impuesto el miedo, el temor a la violencia de la delincuencia organizada. El ciudadano descree de sus autoridades. La desconfianza se enseñorea.

De entrada tiene que reconocerse el saldo blanco del que se ha hecho gala. Sin duda, el gobierno en sus tres niveles cumplió al garantizar la seguridad de la población. Era su compromiso. Es su obligación. Pero fue un saldo blanco sustentado en las armas.

La inasistencia de la población a la ceremonia y al festejo de El Grito la noche del 15 y al desfile del 16 reflejó algo grave y preocupante: a la población no la convencen ni discursos ni acciones oficiales como equipamiento para los cuerpos de seguridad.

Todo el aparato de seguridad que se montó para la noche del 15 dejó constancia plena de lo que quizá en el gobierno no están conscientes ni se han percatado: que desconfía ya de sus propios ciudadanos y que en cada uno ve a un sospechoso, sea hombre o mujer,  y obra en consecuencia y los trata como a tales.

No se explica de otra forma que a todo aquel que se atrevió a ir o que llevaron con argucias a “disfrutar” del Grito lo trataron como a un sospechoso y lo sometieron a un trato rayando en lo humillante: lo hicieron pasar por arcos de seguridad con escáners detectores de todo, lo cachearon, tuvo que abrir sus botellas con líquidos para que alguien los oliera no fueran a llevar combustible. Vamos, hasta el encendedor tuvo que dejar a la entrada. Y se supone que iba a festejar la libertad de México, su libertad.
La justificación puede aceptarse: se trataba de garantizar la seguridad de todos, pero entonces se cae en la cuenta de que, en consecuencia, la delincuencia se anotó un gran tanto porque impuso sus condiciones, porque obligó a que se le tuviera miedo. Si quería o quiere causar zozobra lo logró y con creces, en la misma proporción en que hubo policías, armamento y equipo hasta tanquetas de las fuerzas armadas.

La escasa concurrencia –en los mejores tiempos se habló de que asistían hasta 30 mil personas al Grito cuando en realidad promediaban 12 o 13 mil. Ahora se esperaba la mitad y acaso llegaron 2 mil y eso porque a muchos los sacaron de sus colonias y los llevaron quién sabe con qué promesas– dejó constancia también de que el ciudadano, la población, descree de sus autoridades, pues no atendió los insistentes llamados de que acudieran, que los esperaban al gran festejo, que estaba garantizada la seguridad, su seguridad. No fueron.

Pérdida de credibilidad que se reflejó también en la desconfianza de los padres de familia que se negaron rotundamente y sin temor a ninguna sanción por parte de las autoridades educativas a que sus hijos fueran a desfilar el día 16.

Si no quieres ver visiones no salgas de noche, reza el dicho popular. Pero desoyendo una recomendación que yo mismo suelo hacer a partir de que se incrementó la inseguridad en la ciudad, salí la noche del 14 y primeras horas del 15 de septiembre y mi sorpresa fue mayor: ni un alma, ni siquiera visiones había en las calles de la desolada capital, una imagen que jamás pensé que llegaría a ver y a vivir.

Esa noche, pensando que vivimos los tiempos que fueron la normalidad, decidí ir a un festejo. Cuando me di cuenta ya eran las 2 de la mañana del día 15 y consideré que era hora de retirarme. Pensé tomar un taxi y dirigirme derecho a mi hogar, aunque por fortuna otra persona ofreció llevarme en su vehículo, lo que acepté.

Mi sorpresa empezó desde que me asomé a la calle. Ni un alma, ahora sí, ni siquiera las almas en pena que dicen que como La Llorona salen a deambular por las noches. La noche-madrugada era fresca pero agradable. Ni un vehículo.
 
Todas las casas y negocios, hasta los que regularmente abren de noche, cerrados. Un silencio sepulcral. Entonces reparé en el serio problema en que me hubiera visto si mi amigo no me hubiera ofrecido el raid. De los diez mil taxis que hay ahora en Xalapa, ni uno solo, ni para remedio. Conforme rodábamos mi impresión crecía. Por donde quiera era lo mismo. Nadie. Ni un vehículo. Ni un solo taxi a diferencia de noches pasadas cuando todo era normalidad. No era la Xalapa de siempre.

Por eso, la madrugada de ese jueves 15 de septiembre no pude dejar de preguntarme seriamente, porque tenía un poderoso argumento, el de la realidad, el de los hechos, si el Estado mexicano está perdiendo y en qué proporción la batalla –la guerra, sin duda, va para largo– contra la delincuencia organizada.

Por eso me puse a preguntar si no se impusieron ya los grupos delincuenciales pese a todos los esfuerzos oficiales. Los mensajes de las autoridades son optimistas, como debe ser. Pero la realidad, la cruda realidad, es otra. La gente ya no sale, los servicios públicos empiezan a colapsarse. Ahí es donde, pienso, se puede medir el avance o el agrado de avance de los delincuentes. Imponen su ley.

No me dejé de hacer algunas reflexiones, consideraciones. Me puse a pensar qué hace una familia que no tiene vehículo propio si a media noche o en la madrugada enferma alguien y necesita trasladarse a algún sanatorio u hospital cuando ya no hay servicio de taxis, que me dicen también que los radiotaxis dejan de prestar servicio muy temprano.

Viendo lo desolada que estaba la ciudad no pude dejar de imaginarme que así debe de ser cuando se impone un toque de queda, cuando se pierden las garantías constitucionales; cuando se decreta estado de sitio en un régimen de excepción, aunque aquí ni siquiera vi vehículos del Ejército o la Marina ni camionetas de la policía.

Soy de los que piensa que no debemos dejar de hacer nuestra vida habitual porque es aceptar las condiciones de los delincuentes y cederles el terreno, darnos por derrotados. Es necesaria, urgente la unión entre pueblo y gobierno, luchar a toda costa porque no se debiliten las instituciones porque también se debilita la seguridad de todos.

Pero el reto es para las autoridades, para el gobierno. Si ya tiene un enemigo declarado en la delincuencia organizada, corre el riesgo ahora, si no actúa a tiempo y con eficacia, de que pierda el apoyo, la base popular que lo sustenta. El quiebre ya se inició. Se comprobó el 15 y se confirmó el 16. Cómo revertir la situación es otro problema suyo.
 
Indudablemente necesita, entre otras cosas pero muy principalmente, de una estrategia mediática efectiva y de resultados que convenza, pero  de ya, urgentemente, porque ha perdido terreno, sin duda alguna.
 
 
 

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